Antes de que levantaran nuevas barreras en la playa entre San Diego y Tijuana, la fila de postes de acero era un punto de encuentro para gente de ambos lados de la frontera. Para los que no tenían documentación para cruzar, era el punto más cercano a sus familias en Estados Unidos. Los mexicanos de ambos lados de la frontera desplegaban sus sillas de jardín en la arena y conversaban a través de los postes de la valla. Intercambiaban cotilleos, dulces y tamales calientes envueltos en papel de aluminio. Los dedos atravesaban los postes para pellizcar las mejillas de los niños. «Vi a gente presentar sus nuevos nietos a sus abuelos»; son palabras del Reverendo John Fanestil, que solía dar la Comunión a través de los postes de la valla.
También había niños en la valla de Ceuta, pero sus padres querían para ellos algo más que mejillas pellizcadas y caramelos. Querían una vida europea. En septiembre de 2005, 500 africanos asaltaron la valla. En medio de la revuelta medieval —los gritos, las balas, el traqueteo de eslabones de cadenas— algunos dijeron que escucharon el llanto de un niño mientras lo pasaban por encima de la alambrada. Al amanecer, cinco africanos yacían muertos en la valla. He leído rumores de que el niño era uno de ellos, pero nadie lo puede decir a ciencia cierta.
El autor canadiense Marcello Di Cintio narra sus viajes a las fronteras fortificadas de todo el mundo en su libro Muros: viajes a lo largo de las barricadas.
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Antes de que levantaran nuevas barreras en la playa entre San Diego y Tijuana, la fila de postes de acero era un punto de encuentro para gente de ambos lados de la frontera. Para los que no tenían documentación para cruzar, era el punto más cercano a sus familias en Estados Unidos. Los mexicanos de ambos lados de la frontera desplegaban sus sillas de jardín en la arena y conversaban a través de los postes de la valla. Intercambiaban cotilleos, dulces y tamales calientes envueltos en papel de aluminio. Los dedos atravesaban los postes para pellizcar las mejillas de los niños. «Vi a gente presentar sus nuevos nietos a sus abuelos»; son palabras del Reverendo John Fanestil, que solía dar la Comunión a través de los postes de la valla.
También había niños en la valla de Ceuta, pero sus padres querían para ellos algo más que mejillas pellizcadas y caramelos. Querían una vida europea. En septiembre de 2005, 500 africanos asaltaron la valla. En medio de la revuelta medieval —los gritos, las balas, el traqueteo de eslabones de cadenas— algunos dijeron que escucharon el llanto de un niño mientras lo pasaban por encima de la alambrada. Al amanecer, cinco africanos yacían muertos en la valla. He leído rumores de que el niño era uno de ellos, pero nadie lo puede decir a ciencia cierta.
El autor canadiense Marcello Di Cintio narra sus viajes a las fronteras fortificadas de todo el mundo en su libro Muros: viajes a lo largo de las barricadas.
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